High heels
Recuerdo el primer día que desperté. Por aquel talón suave circulaba la sangre de una vida, de un alma humana, que me sacó de la perfecta inactividad en la que me encontraba desde que me forjaron. El peso de un ser palpitante me llenaba de esperanza... ¡cuántos lugares por conocer, cuántas vidas por conducir.! Mi piel roja brilló como nunca con el calor de mis esperanzas.
Sabía
que tenía suerte, sujetaba en mi pecho a una preciosa joven colmada de belleza,
de mocedad, de virtud, amor y bondad. ¡Cuántas cosas hicimos juntas! Nuestro primer
desfile en la fiesta del último año de instituto, nuestro primer baile de
graduación, nuestra primera noche de gaupasa… En los momentos más importantes, fui
yo su diligencia.
Sin
embargo, todo cambió cuando ella empezó a trabajar. Aquello que para ella
significaba alegría y diversión pronto se convirtió para mí en una tortura. Largas
sesiones de fotos, noches interminables en la pasarela, baños sucios y vomitonas
resecas… Hacerla daño era mi único camino hacia la supervivencia, y empecé a
cojear y extraje de sus pies el peor olor posible y hasta me agasajé por un
costado.... Por fin un día, convaleciente, me guardaron en un armario y dormí
no sé por cuanto tiempo.
Una
noche, de nuevo recobré la vida. Reconocía algo familiar en aquellos temblorosos
pies, pero estaba segura de que no eran los mismos... Era la hija de mi primera
mujer. Me miré los costados y me di cuenta de que me habían arreglado. Me
alegré de dar pie a nueva aventura, a una nueva promesa de la moda y, como me
sentía totalmente renovada, de nuevo relucí radiante ante las cámaras una y
otra vez. Años más tarde, me reservaron un lugar privilegiado en la estantería
del vestidor cuando la hija, convertida ya en madre, tuvo que abandonar la vida
de modelo y se mudó a una sombría casa del frío Bilbao.
Pronto,
la nueva pequeña promesa me localizó desde su corta estatura y, aunque yo era
demasiado grande para ella, le gustaba cogerme e imaginar que conquistábamos la
noche vizcaína. Solía robarle los velos de seda a su madre y poseer el pasillo
de nuestra casita con una danza torpe de rojos y dorados. Nunca pensé que un
pie tan menudo, tan sucio y descuidado, pudiera llenarme tanto… Sus mofletes se
encendían hasta conjuntarse conmigo, mientras yo observaba con dolor el cambio
evidente que acusaban mis talones. Sabía que, si seguía alimentando sus sueños
de juventud, haría de ella la misma mujer desgraciada que fue su madre, su
abuela y tantas otras madres y abuelas…. Las Duzzi merecían un final mejor, yo
les debía un final mejor. Seguí mi deber y me abandoné al dolor de dejarme
perecer.
Así
es como en mis suelas ha quedado desdibujada la historia de toda una familia.
Yo, unos simples zapatos rojos, he acompañado, he compartido, he bailado, he
corrido, he saltado, he sufrido con las mujeres más bellas de todo Milán. Sin embargo,
hoy, queridos lectores, me enfrento a la verdad más dolorosa: mi hora ha llegado. Nuestra casa se ha
convertido en el hogar del duelo. Riana Duzzi, fue mi última ascendente, y
ahora llora desolada tras una vida de encarnizadas luchas de falsas apariencias.
El carmín de mi tez se destiñe a la par que sus mejillas y mi cuero se consume
al ver en lo que me convertido para ella. Yo represento el desengaño, la desgracia.
Por eso, debo irme para siempre.
Siempre
tuyos…
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